Domingo, 20 de agosto, 2017.
Ese día fue el día. Me levanté cuando la luz de la luna todavía iluminaba la casa. Tomé una ducha, me puse jeans, una polera y un par de sandalias. A esas alturas, ya ni me preocupaba por llevar buena vestimenta ni lucir prendas de marca. Ni si quiera me importó, en lo absoluto, lo que quería mi esposo, al que dejé.
“Llegaré tarde hoy” era lo que siempre me decía. Todo el tiempo creí que lo que hacía era trabajar, algo así como partirse el lomo para llegar a casa con cosas ricas para comer y compartir juntos una copa de vino antes de irnos a la cama. Y es que eso era lo que hacíamos últimamente como si fuera un deber de cada día. Él quería ser padre, pero por más que lo intentáramos, no lo lográbamos ni con tratamientos.
–Amor, tampoco lo logramos este mes –le decía luego de abrir lentamente la puerta del baño sosteniendo, en una de mis manos, el test de embarazo. Aquello se repitió cada mes, pero ya no pude más. Pasaron dos años de tratamiento y mi cuerpo y mente estaban dejando de dar respuesta a los medicamentos y hormonas. Le conté, sí, le dije que no quería seguir, que ya no quería intentar tener un bebé. Y desde ese entonces, todo comenzó a cambiar. Él se iba de casa en la mañana y no regresaba hasta pasada las doce de la noche. A veces lo esperaba con la cena lista y otras solo me iba a la cama sin haber comido.
Un día como cualquier otro, preparé la cena y la dejé servida. Me fui a dormir y a los minutos llegó él. Seguramente no se dio cuenta de que no estaba durmiendo y yo tampoco me digné a saludarlo, ya no era como si lo extrañara. Se acostó a mi lado y el olor a alcohol invadió mis fosas nasales. Me dieron arcadas, quería vomitar en ese mismo momento, pero no tenía ganas de lidiar con un hombre en ese estado.
Por un momento sentí culpa por su estado. Pensé que quizás, si hubiéramos sido padres, él jamás habría tenido que llegar a lo que llegó. La culpa terminó apenas él contestó la cuarta llamada de teléfono que había recibido en menos de cinco minutos.
–No quiero hablar contigo, ¿no entiendes eso? –el tartamudeo producido por el alcohol se hizo presente y él no parecía estar hablando con un empleado del trabajo–. Te dije que se acabó y si estás esperando un hijo, no es mi culpa, ¿por qué no te cuidaste? No me haré cargo de ese crío. Lo que tuvimos fue solo diversión.
Ella lo insultó y colgó la llamada. Mi esposo dio un respiro y tiró el teléfono sobre la cama. Estuve pensando silenciosamente en lo que acababa de ocurrir. En primer lugar, sentí pena por ella. Está embarazada de un hombre que, aparentemente, no la ama en serio. Y, en segundo lugar, soy víctima de las patrañas de mi esposo.
Sábado, 26 de agosto, 2017.
Permanecí más o menos una semana dándole vueltas al asunto. El día lunes, él se levantó y se fue a duchar. Y yo no quería, pero mi instinto me hizo tomar su celular y revisarlo. Ahí estaba todo. Absolutamente todo. Entonces, me enteré de sus infidelidades. Y claro, como era de esperarse, más de una mujer se acostó con él porque habían, por lo menos, tres mujeres enviándole mensajes como "te estoy esperando en mi cama", y es lo más suave que puedo mencionar. No lloré. Ni siquiera sentí ganas de insultarlo porque no creí que él mereciera verme de esa manera. No merecía ni merecerá verme así.
Así que, decidí irme. El sábado desperté y, luego de vestirme, dejé la casa. Me fui solo con lo puesto, además, en ese lugar no había nada que me perteneciera. Ni siquiera su amor y su respeto.
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